El ultimo cigarrillo de la noche se apaga en una grieta debajo del zapato del taxista gordo y barbudo de 25 de mayo y Antequera para encender el primero de la mañana en un ritual sinuoso y parco como el silencio de una ciudad que todavía duerme entre el anacrónico canto del gallo que desde la chacarita, magistral y sinfónicamente se conjuga con el japonés canto de un despertador marca Somy que aúlla desde el piso catorce del edificio de al lado a la escalinata. Somy clock-alarm, producto estrella inteligentemente fabricado en una improvisada maquila suburbana en el centro del mercado cuatro, en donde también se despereza el sereno encargado de abrir las puertas para una nueva jornada de producción, aunque esta vez le cuesta trabajo subir las persianas a causa de una grieta delgada y larga que desencajó un tanto el marco verde y amarillo y donde con letras gordas dice Casa KIM.
Un viejo sucio, etílico y loco con su murmullo incesante y montaraz interrumpe su mecánico andar mientras cruza indiferente la calle Herrera entre colectivos que lo esquivan en su vorágine cotidiana mientras se dispone a entablar ensimismado un airoso y desenfadado diálogo con una grieta sola, pequeña y gorda que nació en la quinta franja del paso de cebra.
Los coches zigzaguean esquivando grietas en una demencial danza que volvía locos a los transeúntes y a las señoras elegantes que camino a sus oficinas, cruzan en las esquinas por donde las grietas habían perdonado al asfalto.
Los niños se atrincheran en las grietas-barricadas de los improvisados campos de batalla de sus veredas mientras sus padres, sentados en la mesa del desayuno, observan afanosos y ensimismados el televisor que habla del torneo de fútbol inglés y su resumen de cuentas al final de cierre del libro de pases de la presente temporada.
Los presentadores de televisión se reubican en sus escenografías acomodando sillas y mesas para que no den con las gritas que miran sugerentes desde el suelo del estudio del canal mientras que se prepara el guión del noticiero de la mañana en donde anunciaran que por fin alguien había logrado llevarse el pozo acumulado de tres meses de la telelotería promocionada todos los días a las ocho de la noche, antes del noticiero central, que por cierto ese día se transmitiría a las siete, ya que a las ocho y media jugaba la selección nacional mayor contra el equipo sub 20 de la selección argentina de fútbol.
Una grieta pícara y socarrona se fuma un taco aguja mirando desafiante desde el suelo como un Humphrey Bogart apunto de perder el avión a Paris. Bajo el banco verde y rococó de Palma y Caballero la grieta mordió el zapato de Marina cuando casi se desploma al tropezarse con ella bajando del auto del último cliente de la noche antes de emprender regreso a casa, cojeando primero y descalza después, unas cuadras abajo, justo antes de que la calle Iturbe se convierta en abismo.
La danza de gentes y rutina llenaba los espacios entre las grietas y en parsimoniosa marcha andaban saltando de borde en borde como ciegos y sordos transeúntes atravesando imperturbables un colosal desfile de comparsas en un carnaval estruendoso.
Grietas en las paredes, en las baldosas, en los postes, en los cielorrasos, en los monumentos y en las fuentes. Grietas grandes, pequeñas, hacia arriba, hacia abajo, hacia dentro y hacia fuera.
Unas eran largas y delgadas y eran como penas tristes que duraban en el tiempo, o como el tiempo, cuando se busca algo que no parece querer dejarse encontrar.
Las había gordas y profundas, como un futuro, desconocido, excitante, desbordante. Como un abismo que invitaba a tirarse, a caer vertiginosamente hacia ninguna parte, a volar.
Las pequeñas y redondas eran como gotas de lluvia, salpicaduras de alguna lágrima ermitaña y forastera que llegaba de algún llanto antiguo y terco que lloraba de a poquito, como queriendo callar su pena.
Había algunas onduladas pero sin grosor, como enormes bocas cerradas, como grietas inconclusas, como en proceso de erupción. Eran líneas como marcas, como cicatrices, como la memoria. Describían un intrincado sendero irregular que empezaba y terminaba sin pena ni gloria, como una complicación adrede, frugal, como un silencio que dice todo diciendo nada.
Grietas solas que nacían en espacios olvidados, en recovecos escondidos de la ciudad, como gritando estoicas, como bohemias grietas románticas que cantaban para adentro un melancólico réquiem de historias apagadas.
Grietas que unen, que conectan, que con su surco sutil y suave conspiran con otras para enlazarse en nuevos senderos con nuevas formas y paisajes distintos. Grietas que acortan distancias, atajos, pasos a nivel, túneles, puentes, horizontes, y a su vera, grietas que dividen, que clausuran caminos, que interrumpen los pasos, que aíslan, que proscriben.
Las grietas eran de colores y amalgamaban el paisaje en un arco iris informe que gritaba en azul y amarillo y rojo y verde el mismo callado grito apretado y fuerte que salía de las entrañas de la tierra asuncena como un silencio ensordecedor que inundaba las paredes y las baldosas y los postes y los cielorrasos y los monumentos y las fuentes
El veinticinco de marzo, a las seis de la mañana, justo cuando empezaban a broncearse las pocas cúpulas, las espaldas de los enanos edificios y el tejado de la casa de enfrente, Asunción se agrietaba imperceptible y sigilosamente.
Un diástole urbano colosal, una respiración urgente, el incontenible magma vital de la savia de una ciudad pedía la palabra para decir, para contar una historia sin principio ni fin, ni trama ni forma, la historia de todos y la historia de nadie.
Calles, plazas y veredas se partían en miles de pequeñas grietas que parecían vivas bocas que contaban en un lenguaje extraño algún mensaje que yacía aletargando por debajo de la tierra como expiando una condena intemporal, que ahora indultada, fluía a borbotones en una letanía muda como la de un preso que en libertad súbita somatiza su euforia en un grito desgarrador.
Eufóricos huecos en medio de la rigidez de un duro suelo de indiferencia, eufóricas ventanas al corazón de la tierra asuncena, eufóricos rompimientos, eufóricos tiempos muertos, eufóricas treguas de tierra, eufóricos síntomas de euforia.
La euforia no es alegría ni dolor ni es máxima expresión de ninguno de los dos polos de la emotividad. La euforia es un nirvana tangible, una conspiración de dolores y alegrías que configuran ese único grito visceral que sirve de ventana interdimensional y liberadora de un espíritu encerrado. Un trasegar intempestivo desde algún adentro hacia algún fuera en un trance legitimador de violencias, en una colosal trasgresión parecida a la libertad.
El veinticinco de marzo, a las seis de la mañana Asunción gritó, pero no hubo nadie que escuchara su visceral silencio.
jueves, 4 de octubre de 2007
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